El piso tenía la alfombra sucia, de un color indefinido y se hallaba completamente rasgada alrededor de los pedales del timón al igual que en el área de pasajeros. El plástico que cubría el techo de la cabina estaba quebrado en muchas partes y los varios pedazos se mantenían unidos con cinta pegante metálica. Volar en proximidad de lluvias garantizaba lavada segura y entrar al terminal de pasajeros, totalmente mojado y con los zapatos rechinando con ese sonido propio que únicamente zapatos encharcados pueden producir y ver la cara de los presentes al observar al culpable de semejante algarabía, era todo un espectáculo. El miserable piloto llegaba a este punto con el genio cercano a lo balístico y su sentido de tolerancia y humor reducido a la más mínima potencia. Afortunadamente nadie se aventuraba a hacer ninguna clase de comentarios.
En el invierno era imposible volarlo porque el calentador no trabajaba y el aire frío se filtraba por todas partes. Trabajar los pequeños botones de los radios con dedos entumecidos por el frío era una proeza. Tratar de cambiar frecuencias usando gruesos guantes acarreaba el peligro de terminar hablando en la frecuencia equivocada.
Los asientos estaban en peor estado: el vinilo y la tela que los cubría se encontraban desgarrados y en partes se podían ver los resortes y demás componentes. No era exactamente placentero para el piloto de turno sentir un resorte pincharle las posaderas mientras trataba de recuperar el avión en perdida y próximo a embarrenarse. Añadirle a esto que el instructor sentado a su derecha, aburrido de repetir mil veces las mismas instrucciones, lo miraba con desdén de burla y lo trataba como a un completo retardado mental.
33 Quebec, como todos lo conocíamos, estaba marchito y consumido por los años. En tiempos mejores seguramente resplandeció vanidosamente en el aire, y sin duda acarreó pasajeros a magníficos destinos con orgullosos pilotos al mando. Pero su suerte y longevidad le costaron un precio muy alto, lo llevaron a pasar uno cuantos años de manera poco digna en una escuela de aviación. Su modo de empleo se limitaba a pilotos inexpertos que lo trataban sin el cuidado y respeto que su estado y condiciones le otorgaban. Se usaba primordialmente para practicar aterrizajes, touch and goes (toques y despegues) y el ocasional vuelo, cuando no había otro avión disponible.
Instructores no conformes con el desempeño de un piloto en aterrizajes con vientos cruzados, sádicamente ordenaban al pobre aprendiz a practicar aproximaciones y aterrizajes en días ventosos. Nada era más aterrador para un piloto novicio que escuchar a su instructor decirle en un día de vientos elevados: “Ve en 33 Quebec y dame cinco touch and goes”.
A la larga era increíblemente entretenido observar algunos de estos aterrizajes de práctica. En realidad no eran aterrizajes sino más bien encuentros involuntarios de metal y caucho contra el pavimento. En innumerables ocasiones esperábamos ver el tren de aterrizaje salir disparado através del fuselaje o seguir rodando en dirección contraria a la trayectoria de vuelo. Ver cómo nadie se mataba en este artefacto arqueológico era fascinante y aterrador al mismo tiempo.
La historia de 33 Quebec era oscura y un tanto borrascosa. Según habladurías, su pasado judicial no era exactamente impecable. Supuestamente fue partícipe de vuelos ilícitos desde Suramérica, los cuales lo colocaron en problemas con la ley. Fue convertido a los rangos de aviones respetables después de que fuera vendido en una subasta por el departamento de aduanas en Miami. Ere inevitable recordar en ocasiones, que se estaba volando en un exdelincuente. Esto, junto con todas sus demás faltas y excentricidades, le daban un estilo muy propio y cierto caché.
Sin embargo, con todas sus deficiencias y desperfectos, el avión era tremendamente noble y confiable. Recuerdo en una larga sesión de práctica de aterrizajes y una vez terminado el ejercicio, saliendo de la pista activa en ruta al terminal, el motor decidió apagarse. Sin ningún aviso o indicación, simplemente se apagó. Mi bitácora de vuelo muestra 12 horas de instrucción dual cuando esto sucedió. No quiero ni pensar qué hubiese sucedido si esto me ocurre en el aire. A esas alturas de mi carrera de piloto creo que no tenía ni la pericia, ni los sentidos enfocados en algo comparable. Hasta ese momento no estaba en mi conciencia que el motor se pudiera apagar sin motivo alguno. Cuando desembarqué del avión mire al cielo y en silencio le di las gracias al dueño de la vida.
Dígase que éramos jóvenes, inexpertos o quizás muy confiados, pero en retrospectiva hay que aceptar que si el avión era parte de la flota era mecánicamente seguro. Como sea que fuese, este es un avión del cual estoy completamente seguro que muchos pilotos, que entrenaron en él, nunca olvidarán.
Recientemente me enteré de que 33 Quebec voló por última vez en un perfecto día de otoño. Lunes 19 de septiembre de 1988 en un vuelo de crucero desde la ciudad de Lake Havasu, en Arizona, con destino a Banning CA, el avión perdió potencia en el motor y fue necesario ejecutar un aterrizaje de emergencia. Afortunadamente no hubo pérdidas humanas que lamentar, solo el orgullo herido de un piloto descuidado. 33 Quebec no contó con la misma suerte y fue totalmente destruido en el incidente.
La investigación del National Transportation Safety Board (NTSB) determinó que la causa del accidente se debió a falla del motor por insuficiencia de combustible en los tanques. El factor más contribuyente fue la falta de adecuada planeación por parte del piloto en comando. El avión contaba con cerca de 10,000 horas de vuelo y perseveró aproximadamente por veinticinco años.
No puedo creer que diez años transcurrieron desde la última vez que lo vi hasta la fecha de su involuntaria partida. Lo recuerdo allí en la rampa, viejo y cansado, esperando ser activado a lo que mejor hacía: volar. Me pregunto cuántas aventuras más vivió en esos diez años y como habría llegado tan lejos de Teterboro.
Es triste reflexionar que el avión no pereció por culpa de sus muchos defectos sino por la negligencia de uno de aquellos a los que fue destinado a servir abnegadamente. Estoy completamente seguro de que, de no haber sido víctima de ese fatídico evento, 33 Quebec estaría aún persistente, surcando los cielos.
Y esto trae a mi mente una pregunta: ¿por qué es el arte de volar tan cautivador?, ¿es acaso la profundidad del riesgo acarreado cuando insistimos un vuelo más allá de lo establecido como seguro?, ¿es acaso el hecho de lo que arriesgamos, lo que a menudo seduce nuestros sentidos y es por esto que los vuelos más peligrosos son los que se convierten en los más memorables?, ¿es quizás la extrema tentación de sobre-extender nuestras propias ambiciones y conocimientos, sea en un día con condiciones de tiempo desfavorables o en un avión en no tan óptimas condiciones?
Dejemos que los peritos en comportamiento humano nos den su respuesta. Mientras tanto sigamos disfrutando de lo que tanto amamos: ¡volar!
A 33 Quebec: hasta la vista mi viejo amigo y gracias por todo…
Vincent I. Torres
Vtorres102@aol.com
Nota: Las fotografías no corresponden al avión N7233Q real.