Aunque éste fue el cuarto secuestro de un avión de SAM (Sociedad Aeronáutica de Medellín) y el primero que no se pudo frustrar, porque tres lograron impedirse a bordo, y aunque no tuvo fines políticos y lo realizaron personas sin antecedentes en esta clase de delitos, batió todas las marcas de resistencia, publicidad, territorio recorrido, expectativa y final novelesco. Aquí se lo contamos con lujo de detalles.
—Entonces, ¿definitivamente no? —Preguntó el hombre en la puerta.
—Vos sabés muy bien cuál es el problema —Dijo ella, mirándolo a los ojos.
—Entonces adiós y buena suerte… Pronto tendrás noticias mías —y el futbolista se dio media vuelta y entró en el hotel Residencias Pacífico de Tuluá.
El martes 29 de mayo de 1973 un hombre alto de ojos vivos verdes y acento extranjero llegó a las oficinas de Sam en Cali y compró un pasaje para viajar de Pereira a Medellín al otro día.
A la 1.08 de la tarde del 30 de mayo el Lockheed Electra L-188 HK-1274 (Venus) despegó del aeropuerto Palmaseca (ahora Alfonso Bonilla Aragón) de Palmira, que sirve a Cali, para realizar el vuelo 602 con destino a Matecaña (Pereira) y continuar luego hacia Medellín, Barranquilla, Santa Marta, Cartagena y regresar a Cali.
HK-1274, Lockheed L-188 Electra.
Imagen: Colección de Camilo Luengas.
Publicidad del Lockheed Electra L-188 HK-1274.
Imagen: Colección de Camilo Luengas.
La Tripulación
Primera Tripulación:
Comandante: Jorge Lucena
Copiloto: Pedro Gracia
Ingeniero de Vuelo: Tulio Lozano
Auxiliares de Vuelo: Germán Murillo, Nancy López y Alexis Arango.
Segunda Tripulación que relevó en Aruba:
Comandante: Hugo Molina
Copiloto: Pedro Ramírez
Ingeniero de Vuelo Alfredo Schiffert
Auxiliares de vuelo: Magola González, Edelmira Pérez y María Eugenia Gallo.
Tercera Tripulación que viajó a Lima y de ahí a Buenos Aires para traer el avión de regreso:
Comandante: Luis Carlos Kilby
Copiloto: Mario Rincón
Ingeniero de Vuelo: Dagoberto Vargas
La hora cero
Poco antes de las 2.08 de la tarde todo era normal en el avión. Pero luego se escucharon dos detonaciones. Sobre el pasillo, en el centro del avión, un hombre avanzaba con una pistola Beretta calibre 7.65 niquelada con el percutor levantado. Con la otra mano sujetaba firmemente del brazo a una de las azafatas y la llevaba casi a rastras hacia la cabina de pilotos. No sonaron más disparos. Delante de ellos, otro hombre, también armado de pistola, se metía en la cabina, que estaba abierta en un descuido increíble. «¡Secuestro!». La palabra se metió en el cerebro de cuantos estaban atentos a la escena. El hombre que iba adelante asomó la cabeza. Sólo se vio una masa negra con un par de puntos brillantes en el medio: llevaba una capucha larga y cuadrada. Si uno se fijaba bien, podía ver los orificios abiertos al azar, sin ninguna estética. Pocos minutos después, se escuchó la voz del comandante de la nave: «Les habla el capitán Lucena. Estos señores quieren que los llevemos a Aruba y vamos a llevarlos. Quédense tranquilos, que nada va a pasar…».
Aruba al atardecer
Entre las 3 y las 6 de la tarde el avión voló sobre Colombia, luego pasó por Maracaibo y después sobre una cadena de islotes al final de los cuales está Aruba. Dentro de la nave reinaba el nerviosismo, casi el pánico. Cuando los pasajeros se dieron cuenta de que los secuestradores les permitían entera movilidad dentro de la nave y que podían hablar entre sí, todo el avión se convirtió en un «hotel algarabía».
A las 6 de la tarde, hora colombiana, el avión aterrizó en Aruba. Al contrario de Medellín, allí no había nadie; se veía muy poca gente en tierra, tras las vallas. El avión carreteó, se situó como siempre en la cabecera de la pista y entonces aparecieron tres mecánicos que comenzaron a trabajar apresuradamente. Afuera del avión reinaba una «inusitada» claridad, pues en la isla sólo eran las 5 de la tarde.
El HK-1274 llega a Aruba por primera vez.
Foto: Revista Cromos.
No habían transcurrido ni cinco minutos desde el aterrizaje, cuando el capitán Jorge Lucena se comunicó con la torre de control. Los secuestradores no querían sólo transporte hasta Aruba: exigían ahora 200.000 dólares y la libertad de todos los presos políticos del Socorro (para aparentar un secuestro político, con las consiguientes ventajas que eso representaba). De esto se enteraron los pasajeros unos minutos más tarde, cuando el capitán les avisó por los altavoces.
Una hora después, la temperatura dentro de la nave era de cuarenta grados Celsius.
La noche de los descamisados
A pesar de que tenían que ser rudos, pues controlar a noventa personas no era fácil, los secuestradores nunca dejaron de ser conscientes de la situación ni decentes. Nunca profirieron una sola palabra soez durante toda la aventura. Se expresaban correctamente, tenían muy buen nivel cultural y trataron a la tripulación con firmeza pero con decencia, lo cual fue lo que más le llamó la atención al capitán Lucena.
Los pasajeros sufrían mucho por el calor, y pronto fueron más de quince los que se despojaron de la camisa. Un niñito, dentro de su cunita de plástico (de pocos días de nacido), lloraba como loco. La madre también lloraba. Uno de los secuestradores, el más bajo, contempló la escena y después dialogó con su compañero, como siempre lo hacían: al oído. Entonces dejaron bajar a la señora con el niño. Ella fue la primera persona en bajar del avión. Para dejarla bajar, abrieron la puerta y desplegaron la escalerilla. Pero antes de hacerlo pusieron en cada lado de la puerta a una azafata en cuya nuca reposaba el cañón de una pistola. «Cualquier traición, cualquier movimiento raro y ¡pum!», dijeron.
Minutos más tarde soltaron otro grupo de mujeres, y entre ellas a un señor «vivo» que convenció a los secuestradores de que una de las señoras era la mamá y estaba muy enferma. Gracias a esa triquiñuela, fue el primer hombre en bajar del avión.
Grupo de mujeres que descendieron en Aruba. Entre ellas, en primer plano, la religiosa Blanca Rubio. Foto: Revista Cromos.
A las 8 de la noche se acabó la comida. Quedaba muy poca cuando aterrizó el avión, y los pasajeros consumieron todos los emparedados a esa hora. El agua era otro problema. Tuvieron que traerla de la terminal, lo mismo que el hielo, en cubitos, en cajas de cartón. Al pedir comida, a los pasajeros les enviaron pan con queso, o sin él, y pan con una rebanadita de tomate en medio. Mejor dicho: nada.
A las mujeres que quedaron después del primer desembarco las hicieron pasar a los puestos de adelante. Así los hombres se verían impedidos de luchar para no ponerlas en peligro.
En medio de ese infierno, ocurrieron situaciones cómicas. Por ejemplo: los secuestradores vieron a una señora como de 35 años, cuyo esposo tenía unos 60. Le dijeron que bajara. «Sin mi esposo no», respondió. Quince minutos más tarde, la misma orden y la misma respuesta. Al final, la dejaron bajar con el esposo. Él, muy digno, se levantó de la silla, encaró a sus liberadores y les dijo: «No me bajo hasta que me entreguen las maletas». Por supuesto, todos en el avión rieron.
Hacia las 10 de la noche ya nadie aguantaba el calor ni el pánico. Entonces se prendieron los letreros luminosos fasten seat belt-no smoking y el avión se puso en marcha sin previo aviso. ¿Para dónde? Nadie lo dijo. Después se supo que era para Lima. Sin embargo, el avión regresó a Aruba después de volar mar adentro durante más de dos horas. En un comienzo los pasajeros pensaron lo que cualquiera pensaría: «Están locos; no saben lo que hacen». Tal vez pusieron a volar el avión simplemente para calmar el calor intenso dentro de la cabina y evitar una sublevación por desesperación. Pero no: el regreso se debió a que el capitán Lucena les explicó claramente a los secuestradores que en Lima quizá no conseguirían el aceite para los motores.
Hacia la una de la madrugada la nave volvió a aterrizar en Aruba. Y a las 8 comenzó a calentar el sol y aparecieron de nuevo el calor, el sudor, la sed, las incomodidades. Y más pan solo, o con una brizna de queso o de tomate. Uno de los pasajeros, Guillermo Ospina, redactor deportivo del diario caleño El País, a cada momento se acercaba a sus colegas y les decía: «Está lista la fuga… nos vamos…». Pero nadie se atrevía a hacer nada.
¿Esquimales?
Los pasajeros tenían una inquietud: ¿de dónde eran los secuestradores? ¿Esquimales, acaso? ¿Entonces por qué no sentían o no parecían sentir el calor abrazador de dentro del avión? El hombre alto, el jefe, vestía pantalón gris a rayas, medias grises, zapatos negros y suéter de lana gris; el otro, un saco color atabacado («café», en Colombia) ¡y no se lo quitaron en ningún momento!, a pesar de que varias veces se cambiaron de ropa.
Las azafatas racionaron el pan y el agua. Sólo unos vasos por día y unos cuantos panes. Al medio día los pobres secuestrados ya no sabían si estaban en un avión o dentro de una gigantesca olla de presión puesta al fuego. Aun así, a Hernando Jiménez, el Patas, todavía le quedaba aliento para bromear: caminaba batiendo una bandeja en la mano a modo de abanico diciendo: «A peso la “ventiadita”…».
Las que más sufrían ahora eran las mujeres. Iban sólo tres: la esposa de Álvaro Lloreda, hijo del propietario del diario El País (María Antonia), una de gafas cuadradas (Silvia Betancur) y otra muy bonita a quien tomaron como rehén (Reina Luna). Como a eso de las 2.30 de la tarde la desesperación llegó al límite, se quebró y vino luego una gran tranquilidad, verdadera paz. Los que pudieron dormitaron con el rostro sudoroso pegado al asiento. Así dieron las cuatro.
En ese momento el ciclista José Barreto se levantó a hablar con el jefe de los secuestradores. Discutieron. Barreto le mostró un carné. «Somos ciclistas… de la liga del Valle…Vamos a competir en el Clásico RCN… Ayúdenos a no perder esta oportunidad…».
No hablaron más de cinco minutos. El jefe hizo bajar la escalerilla. Rateguí se paró, sonámbulo de tanto dormir. Carlos Montoya renació, recuperó el color perdido entre Pereira y Medellín… y los ciclistas salieron de la aventura. Durante las próximas horas iban a salir muchos más. La puerta se cerró.
Grupo de ciclistas de la Liga del Valle, liberados en Aruba. Foto: archivo El Tiempo.
Germán Murillo, el ingeniero de vuelo, fue quien protagonizó el incidente más grave con los secuestradores: uno de ellos le ordenó bajar la puerta principal para dejar bajar a los ciclistas, pero estaba atascada porque los mismos encapuchados la habían operado mal en ocasiones anteriores. El segundo oficial de a bordo le explicó lo que sucedía, pero violentamente el secuestrador se le acercó y le ordenó de nuevo que la bajara mientras le ponía la pistola en el cuello. «Pero, señor —dijo el ingeniero—, ¡está trabada!» Entonces, enfurecido, el secuestrador le dijo: «Váyase» y le dio un puñetazo en la cara.
Entre tanto, la situación para el resto de los pasajeros se tornaba más tensa y peligrosa ante las amenazas de muerte de parte de los secuestradores. Así que en la salita de forma de herradura de la cola del avión se consolidó un plan de fuga o de ataque. Allí había una portezuela de emergencia muy bien mimetizada. Los secuestradores jamás se acercaron a la salita, quizá porque tenían algo de miedo o pensaban que los atacarían los pasajeros que allí permanecían; y en efecto, ése era el plan, ante el menor descuido de aquéllos. No obstante, los pasajeros de esa área previeron otra alternativa: la huida intempestiva y colectiva. Se corrió la voz y el secreto se mantuvo. El ingeniero de vuelo, aprovechando que los secuestradores le habían ordenado sentarse con los pasajeros en la salita, comenzó a manipular el mecanismo de la portezuela de emergencia. Los ciclistas ya estaban lejos, ya eran apenas unos punticos que se perdían en el horizonte, cuando ambos secuestradores entraron en la cabina y el avión prendió motores y comenzó a moverse.
De pronto Ospina empujó la puerta de un golpe. Ya el avión rugía. Cuando entró la luz exterior se coló un ruido feroz en la parte de atrás del avión. Los dos encapuchados debieron de darse cuenta. Sin embargo, para no atraer la atención de éstos, volvió a acomodar la puerta en su lugar; pero luego desistió y la gente comenzó a lanzarse al vacío en tropel. ¡El sueño de fuga se había hecho realidad!
Con la brisa fresca que entraba por la puerta trasera de emergencia, abierta de prisa, Guillermo Lombana, juez de llegada del Clásico, pensó: «¡Conque me dejaron…! ¡Después que yo…!». Inútilmente se repetía que una fuga era una fuga y que él no había estado cerca de la salita. Estaba muy amargado. En la cabina apareció el encapuchado más alto, que caminó hacia atrás. De pronto notó la puerta abierta, las sillas silenciosas y la ausencia de gente. «¡Se fueron…! ¡Se fueron…!», gritó. Y en la voz se le notaba una inmensa furia.
Cuando los pasajeros creyeron que los matarían
En ese momento todos los pasajeros pensaron que los iban a matar. Ellos no habían visto enojados a los secuestradores hasta ahora. El jefe hablaba masticando las palabras y temblaba de la ira. Esgrimía la pistola con el dedo central en el gatillo y el índice sobre el cañón corrigiendo la puntería. Tomó a Nancy Celis, una de las azafatas, del brazo, la obligó a cerrar la puerta y luego le acomodó el cañón de la pistola sobre el ojo derecho. Todos los pasajeros dejaron de respirar…
«Por vos se volaron —dijo—. Al próximo que lo intente… ¡lo mato!». Entonces le retiró la pistola y tanto Nancy como los demás secuestrados respiraron tranquilos.
Entonces los encapuchados se metieron en la cabina de pilotos y comenzaron a hablar entre sí. Dos minutos más tarde daban la orden de que el avión despegara. Llevaban once pasajeros menos. La fuga había dado resultado y en tierra estaban, entre otros, el ingeniero de vuelo —que al caer se fracturó el brazo izquierdo—, los periodistas —que desde el primer momento trataron de escapar del avión— y Lloreda, junto con su esposa —que perdió el reloj—, los cuales fueron los últimos en saltar. Sin pensarlo dos veces, los fugitivos comenzaron a correr. Corrieron unos trescientos metros en línea recta por detrás de la cola, de suerte que cuando el secuestrador llegó a la puerta no los tenía en la línea de fuego para dispararles.
Javier Robledo, gerente de Sam en Bogotá, firma sobre el yeso del brazo fracturado del ingeniero de vuelo, Germán Murillo. Foto: Revista Cromos.
Entre tanto, la situación para algunos de quienes escaparon no era del todo color de rosa: el ingeniero Jairo Morales se había estrellado contra el suelo al ser arrollado en la loca huida. Quiso levantarse pero no pudo. Un intenso dolor en las dos piernas fracturadas se lo impidió. El avión rugía ferozmente encima de él, con un ruido ensordecedor. Los motores estremecían la tierra. Sintió pánico. Cuando el avión empezó a moverse se sintió perdido, arrollado. Trataba de virar sobre él, o al menos así lo percibió. El hombre se arrastró. Trataba de clavar las uñas en el pavimento, cual garfios, para lograr algún asidero y desplazarse. En esas, como salido de la nada, apareció un carro pequeño. Se dirigió al avión ocultándose de la línea de fuego, siempre por detrás de la nave. Un hombre extranjero se arrojó del carro, puso al herido sobre unos cilindros y le dijo: «Quédese quieto». Más tarde fue atendido muy bien en una clínica de Aruba, junto con Guillermo Arboleda, que también resultó herido.
Jairo Morales es bajado en Barranquilla del avión que lo llevó de Aruba, donde permaneció hospitalizado algunos días. Foto: Archivo El Tiempo.
El avión llevaba diez minutos de vuelo cuando Nancy informó que se dirigían a Guatemala. Eran las cuatro pasaditas de la tarde.
La nave voló unas cuatro horas y media. Volaba sobre el mar, hasta que oscureció y siguió volando como si nada, ya de noche. Cuando iba a mitad de camino, el capitán Lucena informó que los secuestradores mantenían su exigencia: la liberación de los presos políticos y 300.000 dólares. «No se preocupen —decía constantemente—. Estos señores sólo quieren que se les cumplan las exigencias… ¡no quieren hacerles daño!». Pero ¿quién les iba a creer?
Eran ya las diez de la noche cuando el avión aterrizó de nuevo en Aruba. No pudo aterrizar en Guatemala, como estaba previsto inicialmente, ni en El Salvador, porque el capitán se enteró, por la frecuencia de ruta, de que el gobierno de este país no garantizaría la integridad de los pasajeros ni de la tripulación y además no ofrecía suministro de combustible. Como a las once el capitán Lucena volvió a hablarles a los pasajeros. Esta vez no parecía optimista, sino, por el contrario, abatido, como quien ha perdido una larga discusión: «Lamento tener que informarles a los pasajeros que el Gobierno nacional no acepta las peticiones de estos señores sobre el canje de prisioneros políticos y ha ofrecido sólo 50.000 dólares de rescate».
Los pasajeros estallaron de la furia. ¿Qué rayos sabía el Gobierno desde Bogotá lo que estaban pasando los secuestrados a bordo de ese avión? ¿Cómo diablos se atrevía a jugar así con la vida de ellos?
Los rehenes pensaron que los matarían. Pero los secuestradores eran más conscientes de lo que aquellos creían. Comenzaron entonces una discusión con el capitán Lucena que se extendió por media hora, más o menos. El jefe entraba en la cabina y salía de ella, paseaba muy nervioso y luego volvía a hablar con el capitán. De pronto, éste dijo por el micrófono: «Puedo informarles que el dinero que exigen estos señores será entregado dentro de muy poco tiempo». A los pasajeros les volvió el alma al cuerpo. El jefe salió entonces y les dijo: «Dentro de diez minutos quedarán libres». Y tras la negra capucha se adivinaba una sonrisa. Además, por lo que le dijo al comandante de la nave, era evidente que querían superar la marca de permanencia en el aire con un avión secuestrado: «Capitán, volaremos tres, cuatro, cinco o seis días… Ya superamos las 36 horas de vuelo… hemos batido el primer récord». Claro que el capitán Lucena también superó la marca de resistencia sentado al comando de un avión, en medio de un calor desesperante, sin comer ni dormir, ni ir al baño, pues los piratas aéreos no lo dejaban mover. Una marca en circunstancias absurdas que no quisiera repetir en su vida ni deseársela a nadie. La nave también superó el límite de fatiga en una operación aérea sin interrupción, y hasta ese momento estaba en perfectas condiciones.
Llegó el dinero
Los pasajeros se pusieron muy contentos. «Caramba, por fin va a llegar el dinero —pensaban—». Pero lo que no sabían era que el capitán Lucena estaba ganando tiempo para que no volaran el avión o mataran a los rehenes. Les había dicho a los secuestradores que ya todo estaba listo para entregar los 50.000 dólares; pero lo cierto es que a esa hora ni siquiera estaba el dinero recogido.
Pasaron los diez minutos… media hora… las horas. Los encapuchados volvieron a ponerse nerviosos. Miraban constantemente por la ventanilla y no descuidaban la radio.
Ya era de madrugada y algunos pasajeros dormían. Pero los secuestradores no; en ningún momento cerraron los ojos y sin embargo se veían frescos como lechugas.
A las 2.45 de la mañana se vieron movimientos en la cabina. El capitán Lucena, sonriente, señaló un par de punticos que se acercaban, uno de ellos con un maletín de cuero en la mano. Pronto se supo que eran funcionarios de Sam.
De inmediato los secuestradores tomaron de rehenes a las dos azafatas y a un auxiliar de vuelo joven y rubio (Tulio Lozano). Abrieron la puerta, bajaron la escalerilla y los pasajeros vieron cuando los dos hombres de la empresa dejaban el maletín en el suelo. El jefe les hizo señas de que se alejaran y ellos obedecieron.
Entonces bajó Nancy, mientras los encapuchados encañonaban a su compañera y al auxiliar de vuelo. La azafata volvió a subir, un poco encorvada por el peso del maletín. Allí mismo, el jefe le dijo que lo abriera. Y la pistola le apuntaba a la cabeza. La azafata lo abrió y los pasajeros contuvieron el aliento. «Si se les ocurrió preparar una jugarreta —pensó Lombana—, si no hay dinero sino papeles o ladrillos… ¡nos matan a todos!»
«Saque lo que haya ahí…» ordenó el secuestrador, no bien el maletín fue abierto. Nancy le pasó, uno tras otro, tres grandes fajos de billetes. Eran dólares, efectivamente. El hombre sólo los miró y los dejó caer de nuevo en el maletín. Su voz no denotaba ninguna emoción cuando dijo. «Ciérrelo de nuevo… está todo correcto». Todos se tranquilizaron nuevamente.
Cambio de tripulación
Después de la entrega del dinero, vino el cambio de tripulación. Hicieron subir de uno en uno a los miembros de la tripulación de relevo, y mientras uno de los encapuchados los encañonaba, el otro los requisaba. A los hombres, bajo el quepis, en los bolsillos de la camisa, bajo las charreteras, dentro de los zapatos. A las mujeres, como si fueran hombres. Con mucho respeto, eso sí, pero no se quedaron sin requisar. Cuando estaban todos arriba, dejaron bajar la valiente tripulación que había acompañado a los secuestrados hasta entonces. Las azafatas dijeron adiós con la mano, y el capitán Lucena, al salir, no parecía cansado. Sólo dijo: «Feliz viaje… espero que estos señores cumplan lo prometido…».
El capitán Jorge Lucena, a su regreso de Aruba, tras ser reemplazado en el comando del avión secuestrado. Foto: Revista Cromos.
El comandante Hugo Molina, que sustituyó el capitán Lucena en Aruba.
Foto: Archivo El Tiempo.
María Alexis Arango y Nancy Celis Villarreal, dos de las azafatas del HK-1274. Foto: Revista Cromos.
Magola González, María Eugenia Gallo y Edilma Pérez, las tres azafatas de la tripulación de relevo. Foto: Archivo El Tiempo.
Lo prometido era la libertad de los rehenes, ahí mismo en Aruba. Sin embargo, los secuestradores pronto acabaron con esa ilusión. «Dentro de dos horas ustedes estarán en libertad —dijo el jefe, mirando a los hombres—» y dejó bajar a las dos últimas mujeres que aún quedaban en el avión.
A partir de ese momento, sólo quedaban 23 hombres a bordo de la nave. A las 3.30 de la madrugada, uno de los encapuchados, poniéndole al capitán Hugo Molina la pistola en la nuca, le dijo: «Despegue… luego le digo para dónde vamos». Cuando el avión llevaba unos diez minutos de vuelo el secuestrador de más baja estatura apareció en la puerta de la cabina de mando con un sombrerito costeño sobre la capucha. Su aspecto era tan cómico que los hombres no pudieron evitar una sonrisa. Los miró muy serio, pero no se quitó el sombrero. El capitán Molina se presentó por el altavoz e hizo votos para un viaje feliz. Pero poco después la nave entraba a una zona cubierta de nubes, donde saltaba como caballo encabritado.
Los pasajeros abrieron las cortinas y por el paisaje que desfilaba abajo comprendieron que estaban en el Sur, más o menos por Nariño, saliendo al Ecuador. Algunos reconocieron a Ipiales, allá muy abajo.
Mientras volaban sobre la selva ecuatoriana tuvieron más miedo que nunca, porque hasta los secuestradores estaban asustados. El capitán Molina no conocía la ruta (ni ningún otro piloto de Sam, pues la compañía no volaba al Ecuador). El avión daba bandazos de un lado a otro, traqueaba, caía en un vacío para volver a caer en otro peor. Entonces le estallaron los nervios a un señor de adelante y comenzó a llorar, a preguntarle a la azafata cuándo llegarían, a pedir pastillas y a fumar, a fumar como murciélago.
De pronto, amaneció. El avión, para colmo de males, fallaba de uno de los cuatro poderosos motores Allison, que estaba como cansado de tanto trabajar. Ya eran las siete pasadas cuando atravesó la última cortina de nubes y salió al Pacífico. Frente a él estaba Guayaquil.
En Guayaquil, leyendo la prensa
Allí les confirmaron a los pasajeros que el avión, en efecto, venía fallando. Por falta de lubricación del motor 4, el del extremo del ala derecha, tendrían que demorarse un poco. Pronto, una nube de mecánicos trabajaba en el motor. Entre tanto, subieron azúcar y unos emparedados que los pasajeros devoraron en segundos. También subieron la prensa, diecisiete ejemplares de un matutino de Guayaquil. Traía la noticia desplegada en primera página, y los secuestradores parecían muy contentos por la publicidad que se les hacía. Repartieron el resto de los diarios entre los pasajeros, que ya se alistaban para bajar en Guayaquil.
Hacia las 8.15 de la mañana, dieron de nuevo orden de despegar. Toda la alegría de la noche anterior en Aruba, cuando creyeron que iban a quedar libres, se les había esfumado a los rehenes. Tenían que seguir a bordo.
Salieron para Lima. El vuelo duró tres horas. Ése fue el trayecto en el que los pasajeros menos hablaron entre sí. La liberación era algo que parecía alejarse a medida que el avión se iba adentrando en el continente. A eso de las 11 de la mañana, llegaron al aeropuerto Jorge Chávez.
El HK-1274 llega a Lima. Foto: Revista Cromos.
En la capital peruana los atendieron muy bien: fue la primera ciudad donde les enviaron comida, comida de verdad, la primera que ingerían desde que fueron secuestrados. Un plato de carne, bastante leche, consomé, café y pasteles dulces. Los pasajeros comieron como locos, pues no dudaban de que los secuestradores fueran a seguir con ellos quién sabía hasta cuándo. En el fondo, estaban resignados.
En la capital peruana, tanto el avión como los pasajeros fueron atendidos muy bien. Aquí se ve uno de los mecánicos trabajando en el fatigado motor 4. Foto: Revista Cromos.
Una de las azafatas sube una pesada caja de comida. Foto: Revista Cromos.
Los secuestradores también comieron. Lo hacían lentamente, masticando muy bien cada bocado, tal como enseñan en el ejército, para «entonar» el martirizado estómago. Cuando terminaron, el jefe se paró y dijo, como quien no quiere la cosa: «Levanten la mano los que quieran bajar aquí…». Y veintitrés manos se levantaron. Todos los pasajeros se pusieron de pie. El señor nervioso hizo fila el primero frente a la puerta y todos lo siguieron. Guillermo Lombana era el número 13 de la cola. Entonces el jefe dijo: «Sólo vamos a liberar a diez… —y mirando la cola añadió:— salgan hasta aquí». Lombana sintió que la mano del encapuchado le tocaba el estómago. «¡Mier…! —pensó—. Nos quedamos…». Entonces Jiménez, que estaba detrás de él, empezó a hablar con el jefe. Nunca Lombana lo había visto tan convincente ni tan serio. Así que se unió a sus ruegos. Estaba desesperado y le suplicó de todas las formas posibles que lo dejara bajar. «Hágalo por mi mujer, que está esperándome en Palmira —le dijo—. Usted también debe de saber lo que es eso…», y los ojos se le llenaron de lágrimas.
Catorce personas más quedan en libertad en Lima. Foto: Revista Cromos.
Los ojos verdes del secuestrador brillaron fugazmente mientras miraban a Lombana. Luego hizo un ademán con la mano derecha, algo así como «váyase». El secuestrado número 13 estaba libre. Se quedó frío, mirando hacia el frente. Jiménez no esperó más y se abalanzó a tierra, gritando, corriendo, saltando. Lombana dio un paso adelante, con cierta sequedad en la boca. Por primera vez en 47 horas veía bien la luz del sol, la recibía en la cara y sentía el aire fresco de Lima que le besaba el rostro. No echó a correr, no gritó, no dijo nada. Bajó el primer escalón. Giró la cabeza y vio los ojos verdes que seguían mirándolo tras la capucha, burlones, desafiantes, con aire triunfal. No supo por qué le dijo al secuestrador: «Adiós… y buena suerte…».
Miró hacia abajo. Iba por la mitad de la escalerilla y le faltaban unos cinco escalones. Entonces saltó a tierra, con toda la fuerza que aún le quedaba, saltó dando un grito, saltó con la inmensa emoción de sentirse vivo y libre. Cayó a tierra; se levantó con el sabor del asfalto en la boca y vio la cara de los nueve compañeros que aún quedaban en el avión y que lo miraban desde dentro con inmensa tristeza. Y los ojos verdes burlones aún brillaban tras la capucha. Eran las 11.20 minutos del viernes 1° de junio. Caminó aprisa, sin volver a mirar atrás, porque sabía que a lo mejor no podría resistir la tentación de devolverse y ver cómo terminaba la gran aventura.
Guillermo Lombana, a su llegada a Cali después que fue liberado en Lima. Lo reciben, jubilosas, la esposa y la mamá.
Imagen: Revista Cromos.
Así las cosas, hacia las 12.15 del día el avión despegó con destino a Mendoza (Argentina). Y mientras el último grupo de pasajeros continuaba volando por el sur del continente en manos de los piratas aéreos y otros regresaban a Colombia con visibles muestras de cansancio, otro grupito permanecía aún en Aruba disfrutando de la playa y haciendo compras.
El largo recorrido por la Argentina comenzó a las 8.08 de la noche (hora local), cuando la nave aterrizó sorpresivamente en el aeropuerto internacional de El Plumerillo, en Mendoza, a unos mil doscientos kilómetros de Buenos Aires. Tras aterrizar, carreteó hasta quedar a unos ciento cincuenta metros de la terminal de pasajeros, sobre el sector militar. De inmediato, la Cuarta Brigada Aérea y policías provinciales y federales desplegaron en torno al avión un cerco de seguridad.
La incertidumbre creció al pasar los minutos, pues se apagaron las luces de la máquina. Sin embargo, se mantuvo la comunicación radiofónica entre la cabina de la nave y la torre de control y una vez más el comandante del avión tuvo que darle las gracias al gobierno local por todas sus atenciones, en nombre del Ejército de Liberación Nacional —así era en cada aeropuerto donde llegaban—, pues los secuestradores decían ser miembros de este grupo guerrillero, sólo para desviar la atención. El capitán Molina, entre tanto, presentía que de ésa no saldría vivo, pues varias veces le dijeron los piratas aéreos que si algo salía mal, los matarían uno por uno. Además, la situación se estaba complicando porque tardó en llegar una autorización del gobierno argentino para que se les suministrara combustible y se les permitiera continuar el vuelo libremente. Tras más de hora y media de aparentes negociaciones, a las 9.50 de la noche empezó el aprovisionamiento de combustible mientras el avión permanecía con dos motores en marcha. En esos momentos, personal de la torre de control, en diálogo con el avión, confirmó que éste tenía algunos desperfectos, entre ellos algunas fallas en el tablero de instrumentos, problemas de presurización y falla del radar.
Pero de un momento a otro se abrió la puerta principal del avión y descendieron los últimos nueve rehenes. Luego, tan sorpresivamente como había llegado, la nave partió a las 10.25 de la noche.
Pacto de caballeros
El avión ya llevaba largas horas de penosa travesía, muchas veces sin rumbo fijo; así, decidieron que había que seguir para Buenos Aires. Sin embargo, estando en ruta, los piratas aéreos cambiaron de opinión: ordenaron dirigirse a Resistencia, capital del Chaco, y en ese momento le prohibieron a la tripulación usar la radio. Durante el trayecto, los tripulantes conversaron calmadamente con los secuestradores y les pidieron que no fueran a tomar ninguna decisión violenta, pues notaron que el nerviosismo se había apoderado de éstos.
A las 12.40 de la madrugada del sábado 2 de junio el avión aterrizó en el aeropuerto de Resistencia. Entonces los encapuchados anunciaron que se marcharían pero que se llevarían consigo a las tres azafatas en calidad de rehenes, para impedir que el resto de la tripulación diera aviso. Así las cosas, el capitán Molina les propuso que arreglaran el asunto de manera que ninguna de las partes saliera perdiendo. Les sugirió que se bajaran solos del avión a cambio de no informar a nadie para evitar que los apresaran. Ellos aceptaron la propuesta. Se advirtió entonces cómo la nave carreteaba lentamente en un extremo de la pista con las luces apagadas y aún con el sistema de comunicación entre el avión y la torre de control interrumpido. En ese momento, un automóvil particular trató de interceptar al avión cruzándosele enfrente, pero tuvo que devolverse cuando la nave lo embistió. Entonces ocurrió algo insólito: en virtud del pacto de caballeros con el capitán Molina, y tras recibir de éste una corta instrucción para no ser succionado y destrozado por las hélices del aparato, uno de los secuestradores —Óscar Eusebio Borja, un ex futbolista paraguayo de 27 años residenciado en la Argentina— saltó a tierra, en medio de la oscuridad de la noche. Pocos segundos más tarde el avión aceleró la marcha y volvió a levantar vuelo.
Mientras algunos periodistas aguardaban la llegada de la nave a Buenos Aires, ésta volvió a desviar el rumbo previsto y apareció a la 1.55 (0.55 hora paraguaya) sobre Asunción. El avión aterrizó en el aeropuerto General Stroessner y permaneció en la pista unos cinco minutos mientras se tendía un cerco policial, al pensarse que a bordo aún estaban los dos secuestradores. Fue en ese corto lapso cuando el otro secuestrador, el jefe (Francisco José Solano López), saltó del avión, como lo había hecho minutos antes su compañero en Resistencia. Pero en la caída, además de perder los zapatos, se le cayó parte de los dólares que llevaba en el maletín, lo cual le retrasó en 15 minutos la huida, pues tuvo que juntarlos con gran paciencia.
En la capital paraguaya se habían adoptado medidas especiales de seguridad desde las primeras horas de la tarde del viernes, cuando el avión parecía dirigirse allí, tras sobrevolar a Chile. A la 1.00 de la mañana la máquina volvió a despegar en medio de un manto de misterio, ya que las autoridades paraguayas no suministraron información alguna.
La expectativa volvió a crecer acerca del siguiente destino del avión, pero terminó luego, a las 3.30 de la madrugada, cuando hizo su aparición —la última de su largo trayecto— en el aeropuerto Ezeiza de la capital argentina, donde lo aguardaba un impresionante cerco policial, equipos técnicos y una tripulación colombiana de relevo por si se veía forzado a continuar el viaje. Mientras los periodistas permanecían en la terraza de la terminal aérea, la policía desplegaba un anillo de seguridad en la pista. En ese momento la temperatura era de tres grados Celsius, y la niebla, espesa. Un oficial de plataforma («señalero», en la jerga aeronáutica colombiana) guio al avión, que carreteó hasta la cabecera de la pista, precedido de un camión con una baliza. Casi de inmediato se abrió la puerta principal y descendieron las tres azafatas, los dos pilotos y el ingeniero de vuelo.
El último capítulo de la aventura finalizó cuando se apagaron las luces de la nave y ésta quedó en reposo, dando término a un caso de piratería aérea sin precedentes en América Latina, pues se recorrieron más de veinticuatro mil kilómetros y se atravesaron más de ocho países en 59 horas y 16 minutos, que fue el tiempo que duró el secuestro.
Conclusión de la aventura
Entre tanto, Solano López, un ex futbolista paraguayo de 31 años, se dirigió a la ciudad de Luque, que queda a 15 kilómetros de Asunción, no bien hubo permanecido oculto en unos pastizales del aeropuerto. En aquella localidad tomó un ómnibus que lo llevó a la capital. El viaje le salió gratuito porque el conductor no quiso negociar un billete de diez dólares con el que pretendía pagar el viaje de la misma cifra de guaraníes (para entonces, el dólar se cotizaba a 140 guaraníes). Una vez llegado a la capital paraguaya, en el centro tomó un taxi y consiguió cambiar dólares por guaraníes en la calle Palma. También se deshizo de la pistola en la calle San Antonio.
Sin embargo, cinco días después —hacia la media noche del jueves 7 de junio— fue detenido por la policía paraguaya mientras dormía plácidamente en un apartamento de la calle Parapiti. Se le encontraron 13.040 dólares (de los 25.000 que le correspondieron) y 226.000 guaraníes escondidos en una vasija de barro en la cocina de la vivienda. No opuso resistencia a la captura.
Muy lejos de allí, en Tuluá, una dama de acrisolada y rica familia valluna —su esposa, la madre de sus dos hijos pequeños— lloraba desconsolada la mala suerte del ex delantero del América de Guayaquil y del Deportes Quindío, que se vio forzado a convertirse en delincuente por culpa del desempleo y del repudio de la familia de su mujer.
Esposado, el ex futbolista paraguayo Francisco José Solano López posa en Asunción ante la prensa con la capucha que utilizó para secuestrar el avión. Foto: Revista Cromos.
Solano López, capturado por la policía paraguaya en Asunción. Foto: Archivo El Tiempo.
Entre círculos aparecen, de pie, Óscar Eusebio Borja, y en cuclillas, Francisco Solano, los dos secuestradores, en sus gloriosos días de jugadores profesionales de fútbol del Deportivo Pereira y del Deportes Quindío. Foto: Archivo El Tiempo.
El secuestro inspiró incluso la imaginación de los publicistas y caricaturistas de la época. Imagen: Archivo El Tiempo.
Imagen: Archivo El Tiempo.
Epílogo: cómo consiguió Sam 50 mil dólares un día sin bancos
Ni Juvenal Gaviria, secretario general de Sam, ni el abogado Ignacio Mustafá, asesor jurídico de la misma compañía, tuvieron puente festivo, pues el 31 de mayo era jueves de la Ascensión. Ambos tuvieron que hacer el viaje más imprevisto de su vida: tenían que trasladarse a Aruba para negociar con los secuestradores del avión.
El drama de Mustafá y Gaviria empezó a las ocho de la noche del jueves. Estaban en una isla desconocida. La vida de setenta personas dependía de ellos y de la rapidez con que pudieran conseguir 50 mil dólares.
A las dos de la madrugada (hora local) del viernes los negociadores lograron que alm, la aerolínea bandera de las Antillas Holandesas, les prestara el dinero contra un pagaré firmado por Sam. Pero el dinero estaba en un banco. A esa hora, Gaviria y Mustafá despertaron al jefe de la policía arubeña, que los acompañó a la casa del gerente del banco. Todos, en varios automóviles y acompañados por un grupo de agentes armados, buscaron primero al portero que tenía las llaves del banco y luego al cajero pagador.
Y a las tres de la madrugada, mientras en el aeropuerto continuaba el drama del HK-1274, siete hombres cancelaban un cheque de alm por 50 mil dólares. Nadie se dio cuenta de lo que sucedía dentro del banco. El cajero pagador se ayudaba de una linterna de luz tenue para no llamar la atención.
Se pensó en marcar los billetes para hacer una eventual identificación de los dos secuestradores. Pero todo sucedió tan de repente que no tuvieron tiempo ni de marcarlos ni de anotar las series. Eran viejos billetes de banco con números salteados.
Los secuestradores habían solicitado la plata del rescate en muchos billetes de cien dólares, y el resto en billetes de cincuenta, veinte y diez. Pero los negociadores hicieron lo contrario: utilizaron billetes de baja denominación. Así incluían la posibilidad de obligar a los secuestradores a contar el dinero, y eso podría distraer su atención dentro del avión y ganar tiempo en favor de los pasajeros.
El sábado por la mañana Juvenal y Mustafá regresaron a Medellín después de hacer escala en Barranquilla. Estaban agotados por el sueño y la angustia.
Juvenal Gaviria e Ignacio Mustafá, los dos ejecutivos de Sam que gestionaron la consecución del dinero en Aruba. Foto: Revista Cromos.
Cronología del secuestro (horas colombianas)
Imagen: Cortesía de Camilo Luengas.
2.08 p. m. (miércoles 30 de mayo): Dos hombres encapuchados entran en la cabina de pilotos y dominan a la tripulación después de hacer dos disparos al suelo. Dicen tener bombas y obligan al piloto a dirigirse a Aruba.
2.25 p. m. El HK-1274 aterriza en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín. Nadie baja de la nave. Tras reaprovisionarse de combustible, el avión despega hacia Aruba.
6.04 p. m. La nave aterriza en el aeropuerto Princesa Beatriz, de Aruba. Los secuestradores dan a conocer sus exigencias: 200 mil dólares y la liberación de un grupo de presos políticos.
8.17 p. m. Los asaltantes dejan en libertad a 26 personas, en su mayoría mujeres y niños. La temperatura dentro del avión es de 36 grados Celsius. Piden refrescos con hielo.
8.25 p. m. Otro grupo de mujeres queda en libertad. Los secuestradores mantienen sus peticiones. Poco después sale una mujer sola. Se abordan más hielo y refrescos.
9.43 p. m. El avión despega de Aruba con destino a Lima; sin embargo, cuando va por La Pintada (Antioquia), el comandante advierte falta de aceite en los motores. Regresan a Aruba.
12.47 a. m. (jueves 31 de mayo): Aterrizan por segunda vez en Aruba. Los secuestradores estallan en ira ante la negativa del Gobierno de negociar. Doblan el monto del rescate, al pedir 400 mil dólares. El calor sigue siendo insoportable.
2.40 p. m. Once pasajeros se fugan por la puerta de emergencia trasera del avión. Relatan que los secuestradores amenazan con matar una persona cada hora hasta que se cumplan sus peticiones.
3.00 p. m. El avión despega de Aruba hacia Guatemala. El piloto escucha versiones sobre la negativa del gobierno guatemalteco de recibirlos y decide regresar a Aruba.
10.03 p. m. La nave aterriza en el aeropuerto Princesa Beatriz por tercera vez. Piden más refrescos y hielo.
2.15 a. m. (viernes 1° de junio): Los secuestradores dan un ultimátum para que les sean cumplidas sus exigencias. El avión es reabastecido de combustible. Sam reanuda la negociación.
3.20 a. m. Un DC-9-15 de alm aterriza en Aruba. Trae de Colombia una nueva tripulación de relevo para el avión secuestrado.
3.35 a. m. Vence el ultimátum pero los secuestradores no cumplen sus amenazas. Más refrescos suben al avión.
4.20. a. m. El HK-1274 sale inesperadamente hacia el sur del continente. La nueva tripulación ahora es encabezada por el capitán Hugo Molina.
7.35 a. m. El avión aterriza en el aeropuerto Simón Bolívar de Guayaquil. Los asaltantes piden alimentos y periódicos. El piloto pide cartas de navegación para cubrir el trayecto entre Guayaquil y Lima.
10.45 a. m. La nave aterriza en el aeropuerto Jorge Chávez, de Lima. Otras 14 personas quedan libres. De nuevo se reabastece de combustible para continuar su viaje al sur del continente.
12.15 p. m. El piloto de la nave reporta que se dirige a Mendoza (Argentina).
6.15 p. m. El avión llega a Mendoza y el último grupo de pasajeros queda en libertad. Sólo quedan en la nave los seis tripulantes y los dos secuestradores.
9.25 p. m. El HK-1274 llega a Resistencia. Se interrumpe el sistema de comunicación entre el avión y la torre de control.
9.45 p. m. La nave aterriza en Asunción (Paraguay).
9.57 p. m. El avión despega de Asunción. Se desconoce el destino, por la interrupción del sistema radial.
1.24 a. m. (sábado 2 de junio) El HK-1274 aterriza en el aeropuerto de Ezeiza (Buenos Aires). Se bajan los seis tripulantes. No queda nadie en el avión. Concluye la odisea.
Foto: Revista Cromos
Foto: revista Cromos.
Registro de secuestros aéreos hasta entonces
Desde el 6 de agosto de 1967, cuando comenzó la ola de secuestros aéreos en Colombia, hasta el 30 de mayo de 1973, cuando fue secuestrado el HK-1274 de Sam, 20 aviones fueron desviados de ruta —¡dos de ellos en un mismo día!— y 913 colombianos pudieron de esta forma viajar gratuitamente al exterior, 827 de ellos a la isla comunista.
La siguiente es la relación detallada de secuestros aéreos:
6 de agosto de 1967. Desviado a Cuba un DC-4 de Aerocóndor.
9 de septiembre de 1967. Desviado a Cuba un DC-3 de Avianca.
5 de marzo de 1968. Desviado a la isla comunista un DC-4 de Avianca.
2 de septiembre de 1968. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca.
7 de enero de 1969. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca.
5 de febrero de 1969. Frustrado secuestro de un DC-4 de Sam. Muerto un mecánico en al aeropuerto Crespo, de Cartagena.
16 de marzo de 1969. Secuestro de un DC-6 de Aerocóndor.
14 de abril de 1969. Desviado a Cuba otro DC-4 de Sam.
20 de mayo de 1969. Desviado a Cuba el primer reactor de Avianca.
10 de julio de 1969. Frustrados dos secuestros de aviones de Avianca y Sam.
4 de agosto de 1969. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca.
23 de agosto de 1969. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca.
28 de octubre de 1969. Desviado a Cuba un bimotor de Aerotaxi.
13 de noviembre de 1969. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca.
12 de marzo de 1970. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca con 78 pasajeros a bordo.
9 de mayo de 1971. Desviado a Cuba un DC-4 de Avianca con 78 personas.
21 de junio de 1971. Frustrado secuestro de un DC-4 de Avianca con 40 pasajeros a bordo.
26 de agosto de 1972. Desviado a Cuba un cuatrimotor de tao (Transporte Aéreo Opita) con 31 personas a bordo.
30 de mayo de 1973. Desviado a Aruba un Electra de Sam con 84 pasajeros y seis tripulantes a bordo.
Nota de los autores: el artículo se basó en los relatos que hicieron los protagonistas a los medios de comunicación de la época y fue adaptado de tales narraciones.