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El relato del accidente del Super Constellation HK-177 de Avianca

El Fairchild C-82A Packet en Colombia
Escuela Militar de Aviación, salvaguarda de historia aeronáutica

El HK-177. Foto: Mel Lawrence

El 21 de enero de 1960 el avión Lockheed Super Constellation de matrícula HK-177 cumplía el vuelo 671 de Avianca entre Nueva York y Bogotá, con paradas en Montego Bay (Jamaica) y Barranquilla. En la madrugada de ese jueves el avión se accidentó cuando aterrizaba en el aeropuerto de Montego Bay. 37 de los 46 ocupantes fallecieron. Se trató de una impresionante tragedia que marcó la historia de la aerolínea y de los nueve sobrevivientes. A través de Jaime Escobar, el Ingeniero de Vuelo Alfonso R. Esparragoza G., quien hacía parte de la tripulación y fue uno de los sobrevivientes, nos ofrece un emotivo relato de lo sucedido:

SANGRE Y CIELO

Un día – o mejor, una noche húmeda y oscura – la muerte se inspira en la temeridad para asestarle a la vida un rudo golpe. Aquí leerás, amable lector, escueta y doliente, una historia muy triste.

Con tímida emoción, con doloroso respeto, la dedico a la memoria de los incinerados en el avión HK-177 de Avianca en Montego Bay…

¡FUEGO¡

El teléfono sonó insistentemente. Atendí. Era la Sección de Itinerarios de la Avianca para confirmar mi asignación como Ingeniero de Vuelo para el día siguiente. Mis compañeros en la carlinga, me dijeron, serían el Capitán Jaime Duque Olarte y el Copiloto Humberto Arango. Di las gracias, colgué y subí a acostarme.

Dormí bien aquella noche. Recuerdo que amanecí eufórico. Bajé hasta el garaje de mi casa, situada en un sector muy agradable de Nueva York. Eché a andar el motor del automóvil y dejé el calentador en funcionamiento. Fui al comedor para desayunar en compañía de mi esposa y de mis hijas, que se habían levantado para despedirme. Por la ventana, húmeda por la evaporación, observé la calle casi desierta a aquella hora. Los árboles estaban desnudos, heridas sus ramas por la reciente helada; el pavimento se veía cubierto con una fina escarcha que semejaba un gran sudario. Aquel invierno ere intenso, cruel: ¡hacía un frio cortante que calaba los huesos esa mañana del 20 de enero de 1960!

Llegó la hora de partir. El carro estaba tibio, acogedor. Coloqué mi maletín en la silla trasera, me persigné y emprendí la marcha. Mientras conducía por el Grand Central Parkway, divagué un poco: era una calamidad tener que salir tan temprano en una mañana así. En fin, ¡tocaba! A las nueve de la noche estaría en Bogotá, donde el clima sería benigno, agradable. Aceleré. Tenía que llegar al aeropuerto Idlewild dos horas antes de la señalada para el despegue. ¡Era ese inflexible reglamento! Miré hacia el horizonte: hermoso cielo azul profundo. Una opalescencia promisoria se insinuaba allá en lontananza, por detrás de la empinada torre del Empire State Building. Iba a ser, sin duda, uno de esos días paradójicos: mucho sol y mucho frio. Y seguí avanzando por la solitaria carretera. La grama mustia, yerta, daba al paisaje un tinte de tristeza, una nota de agonía.

El aeropuerto bullía como una colmena humana. Viajeros de diversas nacionalidades lucían sus indumentarias típicas. Caminaban en todas direcciones. Unos hacían compras de última hora, otros buscaban sus equipajes, en tanto que los más andaban nerviosos, excitados, acaso sin saber por qué. Se escuchaban conversaciones en muchos idiomas. Una pareja italiana, mandolina al hombro él, discutían y gesticulaban con frenesí; un piloto inglés observaba con mirada ausente el andar glorioso de una despampanante azafata española, una de esas mujeres mezcla de árabe y andaluz; un comerciante flaco de nariz aguileña muy característica trataba afanosamente de vender sus finos relojes… falsificados; una pareja de recién casados preguntaban al despachador porque su vuelo estaba demorado… En fin, era un día como tantos otros en el abigarrado terminal aéreo de Long Island.

En el Despacho Internacional me entregaron una copia de nuestro plan de vuelo. Miré de paso al tablero de control: llevaríamos cuarenta y un pasajeros y almacenaríamos cinco mil galones de gasolina. El mapa meteorológico pronosticaba un día claro, un cielo límpido en toda la ruta. Seguí hacia el avión para iniciar mi trabajo de prevuelo: pruebas funcionales y comprobaciones exhaustivas de todos los sistemas. Eran exactamente las nueve y media cuando regresé para informar al Capitán Duque que todo estaba en regla en nuestra aeronave. Podríamos salir a las diez en punto.

“¡Potencia máxima!”, ordenó el Comandante. Avancé hasta el tope las cuatro palancas reguladoras de combustible. Los motores rugieron poderosos. Al instante el Super Constellation HK-177 de Avianca tembló como monstruo sorprendido y barajustó en afanoso vértigo de aceleración: 20 nudos,…40,…100,…120,… El Capitán Duque, seguro y diestro, tiró despacio de la columna de control. La pesada máquina, triunfante y grácil ahora, levantó la nariz, se empinó y remontó vuelo. Todo iba a pedir de boca: temperaturas, normal; revoluciones, 2900; voltios, 24; amperios, 380. El altímetro ganaba ventaja: ahora estábamos a 500 pies; el velocímetro indicaba 140 nudos.

“¡Ruedas arriba!” fue la orden ahora. Reduje gas. Los motores aminorados sus ímpetus y los dinamómetros acusaron un descenso de 10.000 a 7.600 caballos. Nos trepábamos raudos. Habíamos alcanzado ya cuatro mil pies sobre el nivel del mar. El puntero del velocímetro avanzaba con regularidad: 155,…160 nudos…Las aletas también fueron retractadas.

“¡Potencia media!” gritó esta vez el Capitán. El avión, aligerado ya de sus impedimentas aeronáuticas, pareció saltar como brioso Pegaso hacia el azul del cielo. Nueva York, la metrópoli de los rascacielos atrevidos, la ciudad de los mil y un afanes, quedaba atrás.

Y allá abajo un mar displicente, casi sumiso, acariciaba con desdén las playas ostentosas de la costa este de los Estados Unidos. A la derecha, sobre el sur, la Estatua de la Libertad se alzaba majestuosa y parecía agitar su antorcha como para desearnos feliz jornada. Pusimos régimen de ascenso y viramos suavemente hacia un rumbo de 174 grados, en viaje que presagiaba feliz culminación.

Habíamos volado durante una hora y cuarenta y siete minutos. El Copiloto Arango hacia una llamada radiofónica de rutina: “Torre de Norfolk, Torre de Norfolk, este es el HK-177 de Avianca, en vuelo 677, volamos ahora sobre su estación, 18.000 pies. Rumbo magnético, 175 grados; sobrevolaremos Miami a las 14:03. Esperamos aterrizar en Montego Bay a las 16:00, gracias.” El zumbido de los motores difundía un hálito de letargo.

Acababa de hacer una observación de instrumentos. Todo era normal, rutinario. De pronto el avión comenzó a temblar. ¡Algo andaba mal! El Capitán Duque se afianzó en su silla y me miró inquisitivo.

El dinamómetro del motor de la extrema derecha oscilaba. Escudriñé la pantalla de detector electrónico de fallas. Las sinuosidades eran normales. Eso indicaba que el motor estaba bueno. La vibración era causada por la hélice o por su “gobernador”. Peligroso, muy peligroso. Si aquella llegara a desbocarse podría desprenderse de su eje, lo que causaría casi con seguridad un desastre. Informé al Capitán y pedí autorización para reducir la potencia a un mínimo en esa hélice mientras él tomaba una decisión: era urgente detener el motor para evitar una tragedia. Duque, con mucha serenidad, tomó el micrófono, pulsó el botón de VHF y estableció comunicación de urgencia:” Control de Norfolk, este es el HK-177 de Avianca, tenemos dificultades con la hélice número cuatro, vamos a detener el motor, solicito permiso inmediato para descender a 10.000 pies, ¿Me oyen? Y al instante: “HK-177, este es Norfolk, recibido el mensaje, autorizado descenso inmediato a 10.000 pies, repetimos, 10.000 pies. Estaremos pendientes, los seguiremos con el radar, manténganos informados, ¡buena suerte HK-177!”

El Capitán presionó sobre la columna. La aeronave se inclinó. El altímetro comenzó a retroceder: 15.000 pies,…13.000,…10.000. En atención a una orden perentoria, oprimí el botón de perfilamiento, cerré simultáneamente las válvulas de gasolina e interrumpí el circuito de ignición. El motor dejo de funcionar, la hélice detuvo su rotación y el HK-177 se serenó. ¡El peligro había sido conjurado! Los otros tres motores funcionaban a la perfección, pero era preciso aterrizar cuanto antes para reparar la avería.

La aeromoza Zarandona vino a la carlinga a informarse de qué ocurría. Había visto la hélice en “paso de bandera”, que en la jerga de los aviadores quiere decir que las palas se orientan con el aire para reducir la resistencia aerodinámica. El Capitán la informo brevemente y le pidió que mandara al Jefe de Cabineros Inocencio Parra. A éste le ordeno que enterara a los pasajeros de que, debido a la avería “sin importancia”, aterrizaríamos en Miami; que estaríamos allí aproximadamente una hora y media, y que durante su estadía en el aeropuerto serian invitados a refrescos por cortesía de Avianca. Poco después escuchamos la voz de “Parrita”, serena y clara, que pasaba el mensaje por los altavoces. ¡Nadie hubiera adivinado que aquel era su último mensaje!

Este era el avión Lockheed Super Constellation HK-177 de Avianca, que se accidentó en Montego Bay. (Foto: Mel Lawrence)

Como el plan de vuelo estipulaba una aerovía que pasaba sobre Miami, no hubo que alterar rumbo. Rectificando nuestras computaciones para ponernos a tono con la nueva configuración de la nave, no sería necesario botar gasolina para alcanzar el límite de peso para el aterrizaje. Bastaría con “enriquecer” las mezclas y, por tanto, consumir un poco más. Así, con la nueva velocidad reducida a 164 nudos, llegaríamos sobre Miami con un peso bruto de 107.000 libras, que era el máximo permisible.

Ahora volamos sobre el mar, la costa de Florida muy cerca a la derecha. Podíamos ver las olas estrellarse contra las playas y formar pequeñas vertientes. No muy lejos se divisaba West Palm Beach, toda llena de hoteles suntuosos y de palmeras exuberantes. En el horizonte remoto se presentía ya Miami.

La torre de control autorizó un descenso largo hasta cuatro mil pies. Preguntaron al Capitán Duque si deseaba que tomaran alguna precaución adicional a las acostumbradas en estos casos. Contestó que solamente las de rutina para aterrizaje en tres motores. Y seguimos aproximándonos por el norte. Verificamos el peso: 107.000 libras, ni más ni menos.

La torre ordenó otro descenso. Desde lo alto pudimos ver los carros de bomberos que tomaban posición en la cabecera de la pista. Seguimos acercándonos. Habíamos virado un poco y volábamos sobre el occidente de la ciudad. El aeropuerto estaba allí, a poca distancia, un poco a la izquierda.

El Capitán Duque accionó los controles. El ala derecha se inclinó marcadamente. Nos orientábamos hacia la pista con gran precisión. El tren y las aletas de aterrizaje estaban ya extendidos, listos. Una reducción de poder disminuyó nuestra velocidad al límite preciso. Casi rozábamos las palmeras aledañas a los hangares. Una última reducción de poder y un tirón suave de la columna de control hicieron que el HK-177 se deslizara sobre la pista magistralmente. El Capitán había hecho un gran trabajo. Los carros de bomberos se alejaron.

Cuando examiné ya en la plataforma de desembarque la hélice dañada vi que estaba manando aceite de su “gobernador”. Habría que cambiar ese componente. Eran las dos y cincuenta minutos de la tarde. Nuestro avión era el único en la rampa. Los técnicos conceptuaron que el trabajo no se podría efectuar allí y remolcaron la aeronave hacia el hangar. La traerían, ya reparada, a las 4:45 de la tarde. Se fijó la salida para Montego Bay para las 5:00.

El Capitán Duque, el Copiloto Arango y yo fuimos entonces a reunirnos con los pasajeros en la refresquería. Eran atendidos con mucha solicitud por nuestros cabineros y aeromozas. Al vernos hubo elogios desmedidos, fruto de la nerviosidad. Unos habían considerado que habían estado en “grave peligro” y aclamaban al piloto como a su salvador, otros, menos expresivos, aprobaban con amplia sonrisa tales exageraciones. Todos se consideraban sobrevivientes. Y era hasta explicable tal actitud. Los pasajeros son impresionables: ante cualquier emergencia por pequeña que sea reaccionan como si hubieran estado muy cerca de morir. La verdad es que el Capitán Duque se sentía incómodo ante papel de salvador. Los aterrizajes con un motor inoperativo no revisten gran peligro. Además, los aviadores están adiestrados para afrontarlos con éxito casi invariablemente.

Al filo de las cinco de la tarde supimos que había una demora adicional. Poco después nos informaron que el HK-177 estaría listo para volar a las nueve de la noche. Ya a esa hora era sin duda muy tarde para reanudar el viaje. Estuve seguro de que nos mandarían a un hotel a descansar hasta la mañana siguiente. No fue así. Nos ordenaron permanecer en el aeropuerto y nos notificaron al Copiloto y a mí que, de acuerdo al Capitán, el Representante de Avianca había ordenado comida para todos en el “Salón Chino”. Estaría lista las siete de la noche y, como siempre, habría mesa especial para la oficialidad. Conviene aclarar que la “especialidad” consiste en que no se sirve cocteles ni bebidas que contengan alcohol.

Eran las seis y media de la tarde. Una oscuridad incipiente se difundía poco a poco. Era el advenimiento inexorable del ocaso. Un sol rojizo y cansino capitulaba detrás de las palmeras. Las nubes mostraban sus últimos arreboles. Bandadas de gaviotas se alejaban hacia el poniente y un alcatraz solitario e indeciso revoloteaba sobre el aeropuerto. La noche que nos espetaba iba a ser larga. Me sentí invadido por una sensación rara, vaga. ¿Por qué no aplazar el vuelo? Pensé sugerirlo, pero decidí esperar. Acaso el Capitán Duque, hombre conocedor de su responsabilidad, lo resolvería en momento oportuno. Era lo lógico, lo indicado como simple normativo de seguridad.

Y es que tripular un avión grande multimotor implica desgaste físico y mental, significa consumo de energías. Es labor agotadora. Muy al contrario que lo que muchos inexpertos creen, la aviación comercial no es aventura ni trabajo de alegre ejecución. El aviador consciente vive la jornada con dramática intensidad. ¡Hay tanto que atender! Para mantener la nave dentro de la ruta pre-asignada es preciso hacer correcciones de rumbo y de la altitud frecuentemente. Los instrumentos modernos de navegación aérea son tan sensibles que acusan hasta mínimas desviaciones de la aerovía. La expectativa del piloto es permanente: vive en tensión, en estado de alerta física y anímica. Espera lo previsto y lo imprevisto. Los vuelos “a ciegas” o cuando el tiempo es variable constituyen una pesadilla, un constante otear un horizonte difuso, blanquecido y cansón. Hay intranquilidad. Nunca se sabe qué tan experto o consiente es el piloto de otro avión que puede estar acercándose en sentido contrario. Un desliz en la ajustada de un altímetro puede significar una colisión, una leve maniobra imprudente para esquivar una nube puede ser fatal, una indicación errada de un radiofaro, si no es advertida al instante, puede acarrear el desastre.

No hay descuido pequeño en aviación. Volar como lo hacen tantos aficionados es fácil y peligroso. Volar bien, en cambio, es una ciencia que presupone facultades de excepción: serenidad, concentración y capacidad para tomar decisiones acertadas y rápidas, irreversibles casi siempre. El buen piloto lo sabe así y, porque ha sido entrenado a conciencia, está tenso y hostil a su avión porque no se confía. Sabe que el mejor aliado del accidente es la confianza. Toca al aviador vivir la jornada con enervante intensidad.

El hombre inteligente, de criterio sereno y analítico, impera sobre la máquina. Por eso, cuando una aeronave va comandada por un experto – mente lúcida y músculos ágiles – las fallas mecánicas, salvo en contadas ocasiones, son relativamente fáciles de afrontar. Lo grave es el error humano que generalmente conlleva dolorosas ocurrencias. Por lo menos un noventa y cinco por ciento de accidentes aéreos son causados por exceso de confianza, por un descuido “insignificante” o por una obstinación “inocente”. Sin duda tienen un factor común, despiadado e injustificable: ¡falta de responsabilidad!

De ahí que ningún piloto debe exceder la jornada ni desafiar las graves consecuencias de la fatiga. Hacerlo es, cuando menos, temerario. Ni el más avezado comandante puede evitar la anulación parcial de sus facultados a causa del cansancio: su percepción se torna incierta, su criterio se atrofia, sus reacciones se vuelven lentas y equivocadas. Y entonces, dentro de la inmanente lógica de las cosas mal hechas, el vuelo que el comanda se convierte en un accidente en potencia, en una aventura a merced de lo imprevisto.

Precisa admitir que el vuelo nuestro comenzaba a enmarcar muy definitivamente dentro de tal modalidad. Las horas de espera en los aeropuertos son enervantes. Había razones para que estuviéramos cansados: habíamos madrugado aquel día: habíamos volado cerca de cinco horas, tres de ellas bajo la tensión de una avería mecánica y llevábamos ya cinco horas de expectativa en aquel aeropuerto, sometidos a la constante presión de nuestros pasajeros.

Así que no tuve duda. Lo acertado seria aplazar la reanudación del viaje para la mañana siguiente. Era lo juicioso. Me fui a buscar al Capitán para sugerírselo. Mi petición fue denegada de plano. Había que llegar a Bogotá aquella madrugada, ¡a cualquier precio! Comenté aquella decisión con el Copiloto Arango y supe entonces que él había también fracasado en igual deseo. Quedaba una alternativa: negarnos a volar, pero eso hubiera ocasionado un cargo de disciplina y, a la postre, la cancelación de nuestro contrato de trabajo. Conclusión: ¡a volar!

Ahora nos confirmaron que la comida seria servida a las siete y media. Decidí aprovechar la hora que faltaba para relajar mis nervios, que habían comenzado a crisparse. Traté de dormir en la sala de tripulantes, pero no logré conciliar el sueño. La iluminación allí era demasiado brillante. Además, entraron un piloto y una azafata de otra línea aérea y comenzaron a cuchichear muy amorosos e impertinentes. Me levanté de la butaca en que estaba recostado y, de mal humor, camine hacia el pasillo principal.

La noche se había venido encima. Nuevamente intenté adormilarme, pero el cerebro me traicionó. Se me desbocó. Pensaba y pensaba. Hice cuentas: si salimos a las nueve de la noche, como estaba decidido, llegaríamos a Bogotá casi al amanecer. ¡Qué jornada! Pero inútil preocuparme por eso.
Recordé entonces muchas incidencias acaecidas a lo largo de mis doce años como Ingeniero de Vuelo. Reconstruí con asombrosa vividez los detalles de cómo estuve a punto de perecer en accidente aéreo meses atrás.

Siete y media de la noche. Llegaron el Cabinero Inocencio Parra y la azafata Paloma Riaño a informarme que el Capitán Duque y el Copiloto Arango me esperaban. Caminé hacia el comedor. Al atravesar el pasillo lateral divisé desde lo alto el impresionante paisaje de Miami nocturno. Precioso contraste de oscuridad y reflejos multicolores.

El ambiente y la decoración eran atractivos en aquel comedor: farolitos chinos pendían de las paredes y los techos. Había un incentivo acogedor, un exotismo oriental. Sobre las mesas lucía su distinción la champaña, servida en burbujeantes copas de fino cristal; en los pequeños y gráciles floreros de plata se levantaban amapolas y claveles rojos, y de aquellos tersos manteles de níveo lino parecían emerger como por suerte de magia las lamparitas de aceite cuya vivaracha y tenue luz dibujada sombras caprichosas y móviles sobre las flores.

Los pasajeros estaba alegres, no cabía duda. El abogado Pájaro recitaba en voz baja para un auditorio que lo escuchaba con deleite; el torero Chicuelo II y su cuadrilla, allá en otra mesa, hacían caso omiso de la champaña y bebían de una bota española; el señor Thomas Capehart y su señora brindaban el uno para el otro con encantadora coquetería. Todo allí era euforia. Ni el más leve presentimiento de que, para casi todos, aquel convite era ¡el último!

Nuestra mesa, en cambio, estaba triste. Reinaba allí cierta lasitud, un desgano asfixiante, Arango, de temperamento jovial y jacarandoso, ensayó un chiste que pasó ignorado; hice un comentario picaresco, que fracasó rotundamente. Para romper el hielo, aquella indiferencia, señalé una de las lucecitas de aceite y dije: “Parecen lámparas votivas. Me gustaría tener una así en mi casa”. Silencio. El Capitán Duque fijó la mirada intensa en una de ellas y contestó: “A mí me parecen veladoras de difuntos”. Y volvió a sumirse nuestra mesa en un mutismo sepulcral. ¡Qué visión aquella de Jaime Duque, Dios mío! Qué anticipo macabro de los designios inescrutables!

A las nueve menos diez minutos se dio la orden de pasar a bordo. Poco después enfilamos hacia la pista. Muy cerca de la cabecera nos detuvimos para las pruebas de rigor. Comprobé los motores uno y cuatro hice una observación de instrumentos. Perfectos. Ahora tocaba el turno al dos y el tres. Avance lentamente las palancas reguladoras de poder: las revoluciones subieron parejas a dos mil cien y la presión de múltiple se estabilizo en treinta pulgadas de mercurio. Me disponía a probar las hélices, generadores y magnetos, cuando el motor numero dos sufrió una pérdida repentina de fuerza. Las revoluciones se bajaron a 1.900 y el indicador de consumo comenzó a oscilar. ¡Teníamos problemas otra vez! El analizador electrónico de fallas fue certero ahora: un distribuidor se había roto. El Capitán, con sano criterio, decidió que no podíamos salir así y avisó a la torre de control que regresaríamos debido a falla mecánica. A las nueve y veintidós minutos estábamos desembarcando pasajeros de nuevo. Uno de ellos decidió enfadarse y cambiar de línea aérea porque esos aviones “no servían”. Y se fue con maleta y todo.

El distribuidor estaría reparado y el avión listo a media noche. Consideramos Arango y yo como obvio e indiscutible que el vuelo quedaba aplazado automáticamente, pero la decisión del Capitán Duque nos fue ratificada: saldríamos tan pronto como el HK-177 nos fuera entregado. Arango y yo tratamos de protestar, pero fue inútil. Órdenes son órdenes. Duque alegó que había sido amonestado en ocasión anterior por el Vicepresidente Técnico por haber pospuesto un vuelo muy similar. Tenía una carta que podía exhibir al instante, nos dijo. Pese a tan poderosa razón, no quedamos convencidos. Estábamos realmente cansados.

A las doce y dos minutos partimos. El pronóstico meteorológico era dudoso. Habíamos almacenado gasolina extra por si nos tocaba sobrevolar Jamaica y seguir hasta Barranquilla. En la cabecera de la pista, como la vez anterior, probamos sistemas y los motores, que sonaron poderosos y sanos esta ocasión. El Capitán ordenó a Arango que tomara los controles hasta Montego Bay. Este me miró resignado y obedeció aquella orden llena de temeridad.

Comenzamos a correr sobre la pista. Aumentó la velocidad y la tierra empezó a quedar abajo. Y así, con una tripulación incapacitada por la fatiga, despegó el HK-177 de Avianca en etapa lógica hacia la muerte. ¡Cuarenta y un pasajeros, inocentes y confiados, tenían su destino definido!

La visibilidad no era la mejor. Hicimos un tráfico largo sobre Miami mientras ganábamos altura. Ajustamos rumbo sur de 177 grados y regulamos el régimen de poder al valor indicado en las cartas. Entonces el Capitán Duque pensó que los pasajeros debían estar cansados por lo larga de la jornada y ordenó apagar las luces principales de la cabina para que pudieran dormir durante dos horas.

Avanzábamos por la oquedad de la noche. El aire afuera se adivinaba húmedo y frio. El horizonte era incierto y convulsionado: allá, contra la bóveda infinita, fulguraciones de tormenta destellaban como prevención del cielo. El HK-177 se deslizaba hacia su destino con precisión matemática. Entre tanto las Parcas, trío inmisericorde, ¡preparaban su festín macabro!

Atravesamos una capa de nubes de mediana compacidad. Comenzó a lloviznar. Me dedique a mis labores de rutina. Me correspondía, durante el crucero, calcular, entre otras, cosas los consumos y llevar una estadística minuciosa del combustible en cada tanque. Esto es muy importante porque es preciso consumir gasolina en un orden determinado por la resistencia estructural de la nave. Así se evita someter las alas a esfuerzos cortantes excesivos durante la operación en tiempo movido y se mantiene un cierto límite de centro de gravedad para que el avión no tienda a escorarse a babor o estribor. Esto implica computaciones laboriosas cada hora o siempre que se hace un reajuste de potencia debido a variaciones de temperatura ambiente o de densidad atmosférica. Recuerdo que tuve que hacer un gran esfuerzo para concentrarme y poder trabajar. La calculadora parecía deslizarse sistemáticamente de entre mis manos. Estaba rendido, sinceramente imposibilitado.

Resultaba alarmante sentir en carne propia los estragos del cansancio. La fatiga había mermado mis facultades básicas de manera evidente. Fui víctima de una ilusión óptica: los instrumentos parecían mofarse de mí. Se opacaban, se abrillantaban, se alejaban, se me venían encima. ¿Cómo librarme de aquello? Llamé a la aeromoza Zarandona y le pedí un vaso con agua bien helada – ¡acaso el último que dio en su vida!- y me lavé la cara. Reaccioné. Todo se estabilizó a mí alrededor. Consideré que los pilotos deberían estar en las mismas condiciones en que estuve poco antes e iba a insinuarles que también se lavaran la cara, pero ya era tarde. En ese preciso momento el Capitán Duque nos ordenó iniciar la maniobra de aterrizaje. Montego Bay estaba a la vista. Eran las dos y diez minutos de aquella dolorosa madrugada del veintiuno de enero de 1960.

Arango se ajustó el cinturón de seguridad. Llevó su mano izquierda a los aceleradores y los retrasó un poco. El HK-177 comenzó a descender dentro de un patrón asignado desde tierra. Pasó sobre la estación a 6.000 pies y se dirigió hacia el mar para describir un gran semicírculo y orientarse con la pista indicada. El Capitán leyó en voz alta la lista de comprobaciones e hicimos todos los procedimientos del caso. Continuamos descendiendo y aproximándonos.

Seguía cayendo una llovizna menuda, persistente, que empañaba los vidrios frontales. La pista se apreciaba mal, como escasamente iluminada, excepto en un trecho que se destacaba por un blanquecino de su concreto recién vaciado para hacerla adecuada para aviones a reacción. Nos acercábamos normalmente. Los brazos del limpia parabrisas comenzaron a moverse para despejar el agua adherida a los vidrios, los motores iban reducidos, el tren de aterrizaje abajo y asegurado y las aletas extendidas 60%. La lluvia se hacía más densa ahora. Arango pidió luces. Duque accionó dos interruptores que iluminaron los fanales que estaban instalados en las alas del avión. Su luz, difusa, se proyectó sobre la pista húmeda y brillante como un espejo.

Y así, con tantos factores adversos, seguimos aproximándonos en maniobra aparentemente normal, pero en verdad muy arriesgada aun para un piloto que no estuviera rendido por la fatiga. Se habían conjugado casi todas las condiciones propicias para una ilusión óptica o para un error de perspectiva: cansancio, mala visibilidad, los limpia-parabrisas en movimiento, luz incidente sobre la pista mojada y prolongada en dos matices.

A última hora el Ingeniero de Vuelo por su ubicación detrás de la silla del Copiloto, no alcanza a ver la pista, pero ya la veía de reojo esta vez. ¡Íbamos con la proa muy inclinada hacia abajo! Miré el inclinómetro instalado en mi tablero de instrumentos y pude comprobar que, en efecto, así era. No me gustó la cosa. Sin embargo, pensé que en cualquier momento Arango daría un tirón a la columna de control, nivelaría y que nos deslizaríamos con suavidad sobre el campo, feliz aterrizaje.

De pronto, ¡un terrible impacto! Sacudidas violentas, confusión. El HK-177 quedó en tinieblas por un momento. De repente una claridad exterior comenzó a rutilar como un halo de fuego. ¡Y era eso, precisamente! Nos habíamos estrellado y el avión estaba incendiado.

Estaba lesionado y aturdido. Sentí sangre manar de mis narices con profusión. Cerré los ojos y esperé. Entonces comprendí que íbamos de tumbo en tumbo, saltando el malogrado avión sobre el lomo superior. Se había invertido.

Las llamas del incendio del HK-177 iluminan la noche en el aeropuerto de Montego Bay. (Foto: El Tiempo)

Restos de los motores del HK-177. (Foto: El Tiempo)

Al abrir los ojos vi que el Capitán Duque y el Copiloto Arango pendían de sus cinturones como grandes murciélagos y que trataban de soltarse. Mi silla se había roto del pedestal. Al fin se detuvo la nave, o lo que quedaba de ella. Traté de incorporarme, pero no pude. “¡Dios santo, me he roto la espina dorsal!”, pensé aterrado. Al momento caí en cuenta de que era que aún estaba asegurado por el cinturón a la deshecha silla. Había sobre mis varios amplificadores que se desprendieron del aparador de radio-comunicaciones. Oía el crujir de las llamas. Los lamentos de los pasajeros se percibían en la cabina con dolorosa fidelidad a través de la puerta trabada. Esos alaridos siniestros y el crepitar de fuego se mezclaban para dar vida a un coro plañidero, a una letanía desesperante.

“¡Rápido, Arango, rápido! Era la voz angustiada, casi suplicante, del Capitán Duque, quien ayudaba a su Copiloto a salir por una ventanilla lateral de ventilación. Arango se había atascado y Duque lo empujaba para despejar la vía. Apenas se libró Arango, el Capitán introdujo su cabeza por el mismo agujero… y se trabó también. Las llamas lo iluminaban de cerca ya, con apetito sádico: su muerte por incineración estaba allí, como un hado ineluctable. Pude al fin levantarme y empujarlo hacia su salvación. Lo oí caer al mar y alejarse raudo, en natural reacción. La mitad del avión había quedado en tierra; la otra mitad en agua, contra la orilla de una pequeña ensenada que se había formado allí a aquel lado de la pista.

Miré hacia afuera y vi las aguas convertidas en un manto de fuego, en una visión del mismo infierno que describió Dante. ¡Me horroricé! No podía pensar en una escapada por donde habían salidos mis dos compañeros por ser mucho más corpulento que ellos y porque además no había quien me ayudara desde adentro. Había quedado solo, abandonado a mi suerte, en aquella carlinga que ya no era más que estructura retorcida y candente. Mi suerte parecía sellada. ¡Iba a calcinarme! Necesitaba un milagro y recé con fe doliente, con frenético anhelo. Comprendí que requería gran presencia de ánimo y cristiana resignación para afrontar aquel duro trance. Pensé en mi familia y presentí su dolor ante mi cadáver chamuscado y nauseabundo, acaso irreconocible.

Ahora, ante aquella realidad horrible, comencé a razonar casi con frialdad. Los gemidos que venían de la cabina principal iban decreciendo, convirtiéndose en apagados estertores; había un olor penetrante a carne asada. Comprendí que, como yo, los pasajeros estaban atrapados. La puerta principal y los escapes de emergencia debían estar atascados también, como la puerta que me dividía de ellos. Era preciso salvarlos. Eran mi deseo y me deber como tripulante. Pensé que la única posibilidad para ellos – ¡y para mí! – consistía en derribar la puerta divisoria de las dos cabinas e irrumpir en el pasillo principal para forzar las escotillas de emergencia o para romper aquellos vidrios dobles, de tremenda resistencia. Busqué la hacheta que teníamos a bordo pero no la pude hallar en aquella penumbra, posiblemente porque la inversión del avión me hizo perder la composición de lugar, o por mi angustia. Traté entonces de derribar la puerta con el peso de mi cuerpo. Cuando luchaba para forzar la manija de la cerradura, sentí que alguien, del otro lado, intentaba abrirla también, acaso esperanzado en que estaríamos haciendo todo lo posible para darles protección. Rompí una pequeña rejilla instalada para el paso de aire entre las dos cabinas y – ¡Oh, Dios mío! – vi aquella danza macabra que durante meses me quiso enloquecer: los pasajeros saltaban incendiados como teas vivientes. ¡Se estaban asando vivos! Aquello fue un verdadero holocausto, un espectáculo dantesco.

Aun no comprendo cómo pude sobreponerme a aquel trauma anímico en ese momento de tanta intensidad. Estuve a punto de desmayarme y, aun ante mi propio terror, sentí que el corazón se me desgarraba. Lloré ante mi impotencia.

El fuego había penetrado ya en la cabina. En un arranque de suprema voluntad y desesperación me encaminé hacia la estrecha ventanilla por donde habían salido Duque y Arango. Me asfixiaba. No había alternativa. Metí la cabeza y empujé. Acaso ayudado por la Divina Providencia logré salir mientras las llamas me castigaban. Llevo una horrible cicatriz en la mano izquierda y mi espalda esta toda lacerada, pero estoy vivo.

Al alejarme de aquel horror, contristado el espíritu y lleno todo de confusión, alcé los ojos al cielo para implorar clemencia. Las nubes se abrían en ese momento. Una estrella muy brillante se asomaba en el firmamento. Era como la nota de esperanza, como una guía para aquellas almas que, acaso purificadas por el fuego, se escapaban hacia la Eternidad desde aquella pira, mitad máquina y mitad humana.

Lejos encontré al Capitán Duque y al Copiloto Arango, ilesos en sus cuerpos pero heridos de fondo en sus almas. Duque me pregunto por los pasajeros. Con voz entrecortada por el sufrimiento le informe que estaban allá, ardiendo. Solo entonces se percató de que no habían logrado escapar y en ese instante aprecio la magnitud de la tragedia. Lo vi sollozar con amargura inefable. Arango y yo tuvimos que sujetarlo a viva fuerza para evitar que regresara al HK-177. Estoy seguro de que se hubiera inmolado, y su sacrificio hubiera sido tan hermoso como inútil.

Los tripulantes del avión en Jamaica al día siguiente del accidente. De izquierda a derecha: Copiloto Humberto Arango (de espaldas), Capitán Jaime Duque, un policía de Jamaica, y el Ingeniero de Vuelo Alfonso Esparragoza (de espaldas). (Foto: El Tiempo)

Hoy, en este relato, quiero, a pesar de su temeridad, rendirle mi tributo de respeto a Jaime Duque Olarte por sus grandes cualidades humanas. Si procedió con insistencia fue, seguramente, debido a circunstancias ajenas a su voluntad y a su clara inteligencia.

Al amanecer salió el sol sobre Montego Bay. Una bandada de pájaros negros revoloteaba sobre los restos humeantes. No eran gaviotas…

Este accidente, que he tratado de relatar con veracidad y honesta intención, dejó en mi alma heridas que nunca sanarán. Me siento parcialmente culpable. Sí, culpa por cobardía. Si no hubiera temido perder mi empleo, que de todas maneras perdimos todos, me hubiera negado a volar aquella noche tenebrosa. ¡Cuánto sufrimiento hubiera evitado! Que el Señor nos perdone. La intención, yo lo sé, ¡fue buena!

Ojalá que esta narración sea leída por muchos pilotos de aviación.

Escrito por: Alfonso R. Esparragoza G.

Sobre el accidente

El avión Lockheed L-1049E-55 Super Constellation había sido construido en 1954 con número de construcción 4556, y hacía parte de la flota de Constellations y Super Constellations de Avianca que entró a operar en 1958 con la compañía. A bordo viajaban siete miembros de la tripulación, dos de los cuales fallecieron. 35 pasajeros fallecieron también en el accidente.

Según se conoció en su momento, el avión tocó tierra fuertemente, rebotando y aterrizando de nuevo en la pista, saliéndose de la misma envuelto en llamas y quedando a 1.900 pies de la cabecera y a 200 pies a la izquierda, totalmente invertido.

La probable causa del accidente determinó que la adopción de la actitud de vuelo en la aproximación resultó en el aterrizaje fuerte que generó una falla estructural mayor en el ala de babor. La fuerza del impacto superó aquellos límites físicos soportables por la máquina, de haber aterrizado con la velocidad máxima designada de 10 pies por segundo.

El día siguiente, los medios de comunicación consignaron la tragedia. El controlador aéreo en el aeropuerto al momento del accidente, relató: “El avión había hecho normalmente las maniobras de aproximación y en el momento de tocar la pista, la rueda derecha se plegó, haciendo inclinar la nave hacia ese lado y rozando el ala con los motores la pista, incendiándose instantáneamente al salirse de la pista. La tripulación pudo salir con leves quemaduras, pues la nariz del aparato fue la última en quemarse”.

Relatos de los sobrevivientes dan cuenta de que un compartimiento de la cocina se desprendió y quedó bloqueando buena parte del acceso a las salidas de emergencia. Quienes lograron salir con vida relataron que, gracias a esto, las llamas no los alcanzaron, pero el elemento impidió que los demás pasajeros pudieran salir con vida.

Ocupantes fallecidos:

Sobrecargo: Inocencio Parra
Aeromoza: Encarnación Zarandona
Guy Arbour
Charles Berman
Marian Trunie Berman
Florence Britt
Thomas C. Capehart
Elizabeth de Capehart
Ralph Cocking
Amy de Forest
Gerardo de Mangier
Josefina de Mangier
José Diaz Núñez de Arce
Silvia R. Gamarra-Hoyos
Rubén Goldstein
Manuel Jiménez “Chicuelo II”
Charles G. Ketchens
Anna Klauser
David L. Krupsaw
Emerson Lake
Margaret Leal
Leonell D. Lora
Richard Mades
Mary Lou Mades
John Marchoefer
Myrtle Mc Gann
James Nash
José Pájaro
Mariana V. Pérez
María Ramírez-Yusti
Mario Campuzano
Stella Uribe-Luce
Anna María Uribe
Harold P. Velasco
Alene Weehsler

Ocupantes sobrevivientes:

Capitán: Jaime Duque Olarte
Copiloto: Humberto de Jesús Arango
Ingeniero de Vuelo: Alfonso Esparragoza G.
Cabinero: Mario Abad
Sobrecargo: María Paloma Riaño Ruiz
Ian Kelton
Señora de Ian Kelton
Rad Loven
H. Wytzes

Tripulantes sobrevivientes. Arriba, de izquierda a derecha: Capitán Jaime Duque Olarte, Copiloto Humberto de Jesús Arángo, Ingeniero de Vuelo Alfonso Esparragoza G. (autor del relato). Abajo, de izquierda a derecha: Sobrecargo María Paloma Riaño Ruiz, Cabinero Mario Abad Molinos. (Fotos: El Tiempo)


Tripulantes fallecidos: Aeromoza Encarnación Zarandona y Sobrecargo Inocencio Parra. (Fotos: El Tiempo)


Transcrito por: Jaime Escobar Corradine

Academia Colombiana de Historia Aérea
Bogotá, Septiembre del 2014
Información: Aviation Safety Network

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